¡Oiiiidooo! – seguido del grito de los niños respondiendo: ¡Moscaaaa!- eran
las palabras favoritas de los recreadores cuando asistía a un Plan Vacacional.
Nunca pensé realmente que sirviera para algo pues los niños nunca se quedan
realmente quietos. Es curioso sin
embargo que vinieran a mi mente al escribir.
El oído humano es
asombroso. Si nos internáramos en una cámara anecoica (sala aislada
acústicamente con superficies que absorben el sonido) después de media hora, nuestra
capacidad auditiva habrá aumentado lo suficiente como para escuchar por primera
vez sonidos procedentes del interior de nuestro cuerpo, como: el latido del corazón
con toda claridad e incluso oír la sangre discurrir por los vasos sanguíneos.
Quizás hay mucho que no
sepa sobre el oído. Pero eso es otro tema. Lo importante aquí es para qué lo
usamos. Oímos gran cantidad de cosas: música, sonidos de la naturaleza, voces
de cualquiera. Pero quizás solo oímos. No escuchamos.
Realmente hay una
diferencia. Escuchar es algo más complejo. Requiere atención e incluso disposición
a actuar luego de haber oído. Y entonces pienso:
¿Qué hago yo? ¿Oigo o escucho?
Cuando
alguien me confía sus problemas, ¿Qué hago yo? ¿Oigo o escucho?
Muchas veces quien se
desahoga no te pide una solución, solo le hace bien dejar salir aquello que
siente. Es realmente difícil hallar ese tipo de personas. La gente ya no
escucha.
Pero
aún si no se está seguro de si alguien lo es o no, ¿Qué hago yo? ¿Oigo o
escucho?
Quiero que las personas que estén junto a mí se
pregunten cuando me desahogo:
¿Qué hago yo? ¿Oigo o escucho?
Recientemente me he
percatado de una pérdida auditiva, es leve y aun así significativa. Así que se
ha vuelto común pedir que me repitan las cosas. A veces me lo repiten, otras
no. No tengo idea de si se agrave, si me afecte aún más con el tiempo.
Pero aún
oigo. O bueno, escucho.
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